La poesía me ha permitido vivir con dignidad

viernes, 7 de junio de 2013

Un sueño tejido a mano

Málaga es un municipio de Santander empotrado en la cordillera oriental y conocido como “El Valle de los Cercados”. Allí se teje una historia de valentía y ternura protagonizada por una mujer de 62 años, cuya memoria ha ido bordando, con sutileza, el recuerdo de una tragedia familiar, hilada tras hilada y día tras día.

Esta historia comenzó en Bucaramanga, donde doña Zaida Gutiérrez vivía en la comodidad de un hogar de clase media, integrado por sus tres hijos y don Horacio Pereira Uribe, transportador de la empresa de buses Copetrán, quien fue secuestrado cuando agonizaba la década de los 90.

“Recuerdo que el primer conductor que se llevaron fue a mi esposo y a su ayudante, a quienes tuvieron en una casita, por allá lejos, durante 12 días, que para mí fueron interminables”.

A pesar de los traumas sicológicos que el rapto le dejó a don Horacio, pudo recuperarse con sus medicinas, y tras superarlo volvió a su trabajo. Así, esta pareja de bumangueses, –como cuenta doña Zayda– juntó una ‘platica’ y compraron un bus. También obtuvieron el crédito para la casa, como es el sueño del promedio de las familias colombianas.

Sin embargo, el destino, que pasa demasiado tiempo hablando con la muerte, conspiró contra la familia Pereira Gutiérrez, y el 25 de mayo de 2005, a través de una persona conocida de doña Zaida, anunció la tragedia:

– El viejo se nos fue –dijo la mujer.
– ¿Para dónde? –preguntó Zaida–. ¿Para dónde se nos fue? –repitió.

Don Horacio Pereira Uribe había caído muerto en medio de un combate entre el Ejército y los grupos armados ilegales, en Puente Coco, vía Arauquita-Panamá, en el departamento de Arauca.

Con su muerte no solo vino el dolor, que suele subir por la sangre como lava hasta explotar en los ojos, sino también los problemas económicos. “Perdimos el vehículo y la casa, pues no la pude seguir pagando y tuve que entregársela al banco que me la estaba financiando”, dice doña Zaida.

Las manos inmóviles. Los párpados inmóviles. Las palabras inmóviles. Pero el corazón, con esa firmeza que empuja a quitarse las esquirlas de la vida, latía por encontrar un nuevo futuro. “Quería alejarme de todo. Ya no estaba mi esposo, entonces qué sentido tenía seguir en Bucaramanga, así que me fui derechito con mis tres muchachitos hacia Málaga, con la ilusión de empezar de nuevo y ver a mis hijos formados profesionalmente”, narra.

Así, en principio, su alma acurrucada por el recuerdo herido comenzó a erguirse y a recoger las cenizas de su vida. Y para pasar los ratos empezó a crear prendas a base de lana de oveja. Al poco tiempo vio que era algo rentable y que de ello podría vivir. Entonces se capacitó y aprendió la técnica de aquella herencia que dejaron los indígenas, transformada en la época de la Colonia, y comenzó a confeccionar una forma de vivir que lleva 7 años.

Y fue hace dos años que tomó la iniciativa de montar su propio negocio: Arte Málaga, que funciona en un pequeño local en el centro de esta población.

“Al comienzo usaba lanas que traían del Perú o Ecuador, pero a raíz de que no eran naturales, preferí comprarlas a los campesinos del páramo de Málaga, que trabajan exclusivamente con ovejas vírgenes, es decir, que la extraen cuando el animal tiene entre 14 y 15 meses”, cuenta Zaida.

Después de que Arte Málaga creció, Zaida pudo contratar a otras mujeres. Eso sí, ella misma las capacitó. Ahora son alrededor de 6 mujeres las que sacan adelante la empresa y tejen la vida en el municipio. Es un proceso bonito y digno de reseñar:

Todo comienza en el páramo pues desde allí llega la lana. Después todo trascurre en el taller, que se convierte en un centro de arte en el que cada una cumple una función importante: el lavado, la esquilada, la pulida, etc., y aunque todavía usan lanas tradicionales y telares de cuatro pedales, de esos que son sostenidos por ‘lazitos’ y ‘cabullitas’, estas mujeres le dan un toque de originalidad a sus sueños a la hora de producir sacos, cobijas, ruanas, tapetes, guantes, calcetines, suéteres y mochilas, entre muchos otros.

Pero hay un ingrediente que no está en la lana ni en los bastidores: es el buen genio –paradójico, sí– de esta santandereana. A pesar de que es estricta en su trabajo, sabe tratar con dulzura a las demás mujeres que le ayudan; no obstante, es ella la encargada de diseñar los pequeños detalles que, como en la vida, dan un toque especial a las cosas.

Ya en Málaga se dio cuenta que, con la aprobación de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, ella y sus hijos tenían derechos a diferentes medidas de reparación. Entonces, con el valor que siempre la ha caracterizado, Zaida desempolvó la carpeta en la que guardaba el denuncio que había presentado en la Fiscalía años atrás por la muerte de su esposo, puso en una tula las fotocopias de la cédula, del acta de defunción y del certificado de los hijos, se dirigió a la Personería de Bucaramanga y declaró su condición de víctima del conflicto armado.

Pasaron tres meses antes de volver a la capital de Santander –el tiempo que estima la Ley para incluir a las personas declarantes en el Registro Único de Víctimas–, pero se llevó una sorpresa: los documentos no aparecían; regresó a Málaga y recuperó el tiempo.

“Ya estaba entusiasmada, de modo que trabajé muy duro una semana, volví a reunir los papeles y viajé otra vez a Bucaramanga. Entonces le dije a la señorita que me atendió que por favor yo quería ver cuando ella escaneara los documentos y los enviara a Bogotá, pues no podía darme el lujo de que me los embolatara otra vez”, dice Zaida.

Al poco tiempo fue sorprendida por una llamada: “Eran de la Unidad para las Víctimas, que me decían que tenía derecho a la indemnización y que ya estaba lista mi carta cheque. Pensé que mi negocio reventaría de bendiciones y así fue”, narra.

Ella aceptó el Programa de Acompañamiento e invirtió el dinero proveniente de la indemnización para fortalecer su negocio. Con once millones de pesos compró materiales de contado como nunca había podido hacer y también consiguió una vitrina para accesorios y exhibidores.

“No lo utilicé todo. Guardé una parte para pagarle de contado a los que me traen la lana, también pagué un mes de arriendo adelantado y cero deudas”, cuenta.

Hoy, Arte Málaga se ve mejor que cuando inició. Zaida ya no se siente sola y logró el sueño de ver a sus hijos profesionales. Ella es un ejemplo para las mujeres que tuvieron que realizar las exequias de sus esposos por culpa del conflicto armada interno, pero que también han rebautizado su vida.

Ahora, en las tardes soleadas su rostro es asaltado por delgados hilos amarillos que van coloreando sus mejillas para recordarle que el siguiente día será mejor. Regresa a casa, enciende el televisor y sintoniza Arcoma TV, el canal más visto por los malagueños. Si siente mucho frío va hasta la habitación y se coloca una de aquellas prendas con las aprendió a hilar la vida en estos 7 años.

A sus 62 años mantiene la lucidez de la juventud. Todos los días sale a la calle y recorre alegremente el centro de Málaga como si fuera una aldea reencontrada. Su mirada, ya no desangelada, fluye por el páramo hasta que finalmente –con las manos inmóviles, las palabras inmóviles, los párpados inmóviles– se posa en alguna de esas porciones de cordillera, exactamente, sobre las ovejas que dan inicio a este milagro.

viernes, 17 de mayo de 2013

Las estrellas vuelven a danzar sobre el cielo de Bahía Portete


Era el 18 de abril de 2004: el sol de la mañana empezaba a caminar sobre Bahía Portete en la Alta Guajira, sin advertir que el azufre penetraría las ventanas y los resquicios de las puertas y que la muerte tiraría sobre los ojos del día ventiscas con arena negra hasta cegarlo. Los hombres de la comunidad, como de costumbre, se hallaban en sus actividades de pesca y pastoreo, y las mujeres, en sus casas con sus hijos o preparándose para el comercio y las artesanías.
Esa mañana, alrededor de 40 paramilitares, al mando de alias ‘Jorge 40’, llegaron al tranquilo pueblo de Portete y desaparecieron del cielo porteño 5 ‘estrellas’: Margot Fince Espinayu, Rosa Fince Uriana, Diana Fince Uriana, Reina Fince Pushaina y Rubén Espinayú. Hubo una sexta víctima mortal de la que solo se halló un brazo calcinado.
Con sus muertes y la desaparición de otras mujeres, sumadas a la tortura de otros moradores, los paramilitares deshilacharon el tejido social de la comunidad: los que no murieron debieron huir por el desierto, pasar humillaciones, laceraciones, enfermedades, angustias y otras tribulaciones hasta llegar a Maracaibo, en una odisea que les tomó cuatro días.
En este contexto aparece Débora Elena Barros, la hija mayor de cuatro hermanos, del hogar formado por doña Carmen y don Gabriel: una mujer sencilla, de estatura media, con perfecto dominio del wayunaiki (lengua wayuu), que baila y canta vallenatos, que delira con el ritmo de la flauta y el tambor, que baila la yonna –una danza tradicional de su pueblo–, con tez morena y los ojos anchos como el sol cuando se estira en las tardes del desierto.
“Cuando ocurrió la masacre yo estaba en Uribia, donde era la inspectora. Tenía 24 años y un título de abogada recién obtenido en la Corporación Universitaria de la Costa (CUT)”, dice.
Esta estrella joven empezó a recuperar aquello que por herencia llevan los wayuu: la moral del desierto, que había sido escupida por los fusiles y ultrajada por los hombres, que ahora de forma indomable emprendía un camino de esperanza para su comunidad y para otras etnias y culturas que el conflicto ha querido desparecer de la faz de la tierra.
Al mediodía, cuando llegó la noticia de la masacre, Débora pensó en su hijo Camilo que por aquel tiempo tenía 4 años. “Creía que mi hijo estaba muerto. No lo podía creer. Camilo es la fuerza que empuja a vivir a mi madre biológica. Gracias a él, ella puede tener recuerdos míos”, dice.
El niño era, como dice don Gabriel, su primer título de grado. Ella quedó embarazada en la universidad, luego de conocer a un arquitecto guajiro de quien después no supo más, pero que antes de irse sembró en ella el milagro de la vida. “Yo le echaba la culpa de mi embarazo a las monjas porque nunca me enseñaron sobre planificación familiar. Yo solo estaba enamorada de ese tipo que decía que yo era una pelada linda. Fue algo que pasó”, dice mientras sonríe.
Al igual que el día en que nació Camilo, esa vez tampoco supo qué hacer. Pensó también en Margot, en Rubén, en Diana, en Reina y, en especial, en Rosa. “Nunca perdí la esperanza de que Rosa estuviera viva. ¡Tiene que estar viva!”, decía.
Su dolor tenía un fundamento muy grande. Rosa era hermana de su madre biológica, pero no podía concebir. Suele darse en la cultura wayuu que cuando una mujer no pude procrear, alguna de sus hermanas le entrega un hijo para la crianza, y así ocurrió con Débora.
“Rosa es como mi madre. Ella trabajaba en las tiendas para poder darnos el sustento. Vendía mochilas, llaveros, chinchorros, sombreros, etc. Gracias a ese apoyo pude ser la primera profesional de mi comunidad”, dice.
En medio de estas agradecidas remembranzas, Débora regresó a sus más oscuros recuerdos. Tuvo que aceptar que a solo una hora de allí, en el desierto, la violencia irracional acabó con la vida de varia personas, cercenó la tranquilidad de los sobrevivientes que se dirigieron a Maracaibo y atizó la preocupación por Diana y Reina, que no aparecían.
“El haber matado las mujeres tenía un claro mensaje político. Yo pensé que me había quedado sin tíos y primos, jamás imaginé que hubieran matado a las mujeres porque para el pueblo wayuu la mujer es esencia y supervivencia, y ellos acabaron con eso”, cuenta.
La muerte de Rosa y Margot marcó a la comunidad para siempre. Margot era tía de Débora y, además, una autoridad en la comunidad, pues ejercía el papel de liderazgo político. Por si fuera poco, la única rosa de la comunidad murió no como una flor inmolada por el viento otoñal, sino deshojada por la barbarie de unos locos primitivos.
“La muerte de mi tía Rosa fue muy cruel. A ella la decapitaron. Nunca antes habían decapitado a una mujer. Le colocaron granadas en su boca y el cuerpo. Fue imposible encontrar sus partes”, dice acongojada.
A diferencia de otras muertes, la de Rosa no tuvo el ritual alegre de la lluvia con el que sueñan los wayuu. Según su cultura, cuando alguien muere naturalmente, como compensación, el dios Juyá deja caer sobre el desierto leves lloviznas que representan la abundancia. Los wayuu consideran tal hecho como un trascender a otro universo. Pero, tal vez, Rosa no quiso trascender para cuidar las únicas casas que se sostienen en pie, aguardando el retorno de las 79 familias –algo así como 400 personas– que sobrevivieron aquel 18 de abril en que se suponía, debía florecer la primavera.
Ese 18 de abril cambió la vida de Débora. “Cuando me dijeron de la masacre, también me advirtieron que debía irme. Yo sabía que permanecer allí era exponerme a la muerte, pues desde antes venía haciendo las denuncias sobre la incursión paramilitar en la región y recientemente habían ocurrido cosas graves”, afirma.
Un mes atrás, frente a las oficinas de la inspección, unos hombres estacionaron un carro. Alguien le dijo que saliera a ver y cuando ella levantó la carpa vio un cadáver con un letrero en el cuello: ¡muerto por sapo! La misma leyenda, a manera de epitafio, estaba sobre los cuerpos de sus primos Rolan y Alberto, asesinados el primero de febrero de 2004 porque presenciaron el crimen de unos policías a manos de paramilitares.
El paramilitarismo llegó a la Guajira para apoderarse de los corredores para su negocio del narcotráfico en la región. Según los registros históricos, Mancuso y ‘Jorge 40’ llegaron a esta región hacia 2001; primero, a la troncal de la Guajira, más exactamente, a Maicao o ‘Maiko-u’, si se le quiere llamar por su nombre en lengua wayuu, donde arribaba buena parte del comercio. Este sitio conocido como ‘la vitrina comercial de Colombia’ estableció en la década de 1980 un mercado considerable entre Colombia y Venezuela.
Pero Mancuso y ‘Jorge 40’ no se detuvieron en Maicao, ni en la zona baja de la Guajira. Sus hombres se instalaron en el desierto hasta llegar a Uribia y Bahía Portete. “Llegaron a imponer sus cosas a las comunidades, pero nosotros no lo permitimos y los denunciamos. Quizás eso conllevó a que atentaran contra nuestra comunidad”, asegura Débora.
“Lo primero que hice fue ir a Riohacha a pedirle ayuda al Gobernador, pero él me dijo que yo estaba loca y que esa gente había muerto de hambre, no por ninguna masacre. Al ver que no tuve respuesta fui a la universidad donde estudiaba Telemina y la saqué. Luego fuimos por las otras hermanas que estaban en el internado de Uribia donde yo había estudiado el bachillerato, en el desierto. Tomamos rumbo a Venezuela, y allí tuvimos que vivir tres meses debajo de los palos de mango”, cuenta.
Aún envuelta en dudas y pesares, Débora inició su lucha: “Después de estar en Venezuela regresé a Barranquilla y me refugié unos días para pensar. Más adelante, junto a otras personas que conocieron el caso, escribimos un documento anónimo dirigido a la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), en el que informábamos sobre lo ocurrido. Teníamos mucho miedo, pero a los pocos días nos contactaron e hice mi primera comisión a Bogotá en compañía de otras seis personas, miembros de la comunidad”, narra Débora.
En la Capital de la República, se enfrentó a un nuevo universo, que podría ser cómplice de su campaña humanitaria sin precedentes, como también verdugo en su casi solitaria aventura. Los primeros días fueron de hambre y, al mismo tiempo, de vértigo, sobre todo cuando hicieron la primera denuncia pública: “Salimos a los medios a contar lo que nos estaba pasando. Mi primera entrevista fue con Holman Morris”. Los demás viajaron a Venezuela y ella quedó sola en Colombia.
A los meses le surgió la idea de litigar. Creía que tenía la fuerza suficiente para hacerlo y que la difunta Rosa la ayudaría. Luego, en septiembre de ese mismo año, conoció a una persona, cuyo nombre prefiere guardar con celo, que le cambió la perspectiva de la vida y la llevó a Ecuador a su primer foro regional sobre Derechos Humanos. “Fue la primera vez que hablé ante tantas personas sobre el tema de víctimas en Colombia”, comenta con orgullo.
En aquel encuentro latinoamericano conoció a Óscar, un guajiro como ella, con quien hizo una gran amistad, incluso más que con las mujeres que eran pocas y reservadas. Con él y un grupo de líderes volvió a Bogotá y vivió otra de sus hermosas experiencias: conocer Monserrate, un cerro que para ella era todo un monumento jamás antes visto en La Guajira.
Era septiembre de 2004 y, a los pies de Monserrate, decidió bautizar lo que para entonces era una organización naciente: “Wayuumunsurat” (montaña en el desierto).
Con todo el valor fueron hasta la personería de Uribia y se inscribieron. También lo hicieron en la Defensoría del Pueblo de la Guajira, en Riohacha. Así comenzaron a tener reconocimiento en el departamento, pero también vinieron las amenazas, las presiones y las persecuciones. “Un día salía de la ONIC cuando unos hombres me cogieron a la fuerza a meterme a un vehículo. Me salvé de milagro. Creo que iban a desaparecerme, pero otra vez –insiste– me salvó Rosa”.
La organización se dedicó a hacer denuncias y a empoderarse del tema de Bahía Portete. Incluso, ella participó en la reconstrucción de la memoria histórica. Inició un camino difícil, pues ya con un grupo organizado el paramilitarismo iría por ella, por Telemina, Óscar y por todo aquel que no estuviera de acuerdo con la “refundación de la patria”, que había propuesto en Ralito (Córdoba) tres años antes de la masacre.
Con la entrada en vigencia de la Ley de Víctimas en junio de 2011, mejoró el panorama para Débora y para la comunidad de Bahía Portete. Como ella misma afirma, “ahora las familias tienen más confianza. Desde el año pasado se vienen adelantando cosas con la Unidad y ya recibieron su ayuda humanitaria. Se está trabajando en todo el tema del retorno y de la reparación colectiva”.
Débora no estaba equivocada: la Unidad para las Víctimas se dio a la tarea de priorizar el caso. Hoy, los wayuu de Bahía Portete ven más cercano el retorno: “Nosotros estamos en toda la disponibilidad de que eso se dé y la comunidad tiene un sueño de volver de donde nunca debieron salir”.
Como parte de las garantías que tiene la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras (Ley 1448 de 2011) para el restablecimiento integral de los derechos de las víctimas, se crearon diferentes espacios de participación activa. “Wayuumunsurat”, con su equipo de valientes empezó a hacer parte de ese proceso.
Un día cualquiera se dio la oportunidad de representar a la Guajira en un escenario nacional y Débora postuló su nombre para representar a todas las victimas sin diferencia: “Yo no quería quedarme solo en el departamento, me gustaba aportar y por eso decidí postularme y aportar el conocimiento y la experiencia”. Al final de la votación obtuvo 13 votos de 15 posibles. Así fue como llegó al espacio nacional, conoció líderes de otras organizaciones que también trabajaban por los Derechos Humanos en sus respectivas regiones.
El creciente liderazgo de esta mujer wayuu no se detuvo allí. En octubre de 2012, durante una reunión con los delegados de los departamentos, fue postulada para que los representara en el Comité Ejecutivo, la máxima instancia de participación que tienen las víctimas en Colombia, en el marco de la Ley de Víctimas.
Salió elegida con 19 votos, pero estaba lejos de imaginar que tendría la posibilidad y, además, la responsabilidad de compartir un escenario de decisión con el Presidente de la República. Para sorpresa suya, la más grata de todas, conoció a Angélica Bello (q.e.p.d), otra líder que representaría en ese comité a las víctimas de violencia sexual en el marco del conflicto armado.
“Verla ahí conmigo fue una clara reivindicación de la mujer que históricamente ha sido usada como un objeto de guerra”, dice con nostalgia.
En el Comité Ejecutivo representaron a las más de 5 millones de víctimas que ha dejado el conflicto armado en Colombia, papel de vital importancia porque es el espacio de decisión en el que se coordina con las instituciones que conforman en Sistema Nacional de Atención y Reparación Integral a las Víctimas (SNARIV) todo lo relacionado con la política pública para lo que podríamos llamar, refiriéndonos a los wayuu: la recuperación de la moral.
Con un sueño compartido, Angélica y Débora llegaron a la tercera sesión del Comité Ejecutivo a finales de enero de 2013. Recuerda que le dijo al Presidente que ella era parte de la comunidad masacrada en Bahía Portete, el caso más emblemático del país y, quizás, de los más documentados, frente a lo cual el mandatario asintió.
El jefe de Estado sabía que Débora decía la verdad. Sabía que en Portete no solo habían matado cuatro mujeres, un hombre y desaparecido otras más, sino que habían herido de muerte una comunidad como la wayuu que representa la quinta parte de la población indígena en Colombia y casi el 50% de la población guajira.
Al referirse de nuevo a Angélica, recuerda que hizo mucho énfasis en la atención psicosocial. “Angélica le dijo al Presidente –añade Débora– que las mujeres víctimas de abuso sexual dentro y fuera del conflicto necesitaban herramientas para superar su humillación. Esa historia me marcó mucho y creo que también al Presidente”.
Hoy más que siempre Débora cree que si el gobierno se compromete a trabajar con las víctimas habrá futuro y el retorno de Bahía Portete será pronto. Y no se equivoca, pues las condiciones están dadas: el caso está documentado, el gobierno tiene toda la voluntad y la Unidad para las Víctimas sigue de cerca cada acto simbólico y material que conduzca a ese momento en el que se reencuentren con las estrellas que duermen en el desierto.
Débora sueña con volver a ver el cielo estrellado de Portete, sentada en una silla o balanceándose en un chinchorro, en el tránsito suave del viento. “Cuando estoy en la Alta –agrega– es mi momento más feliz. Duermo en un chinchorro y, a pesar de que ahí pasó todo, me llena de energía y fuerza. Me hace sentir que debo luchar más y me siento más comprometida con mis hijos”.
Y tiene razón. A media noche, hay tal tráfico de estrellas que congestionan el cielo porteño, una postal que va más allá de eternizar un espectáculo. Si en el antiguo Egipto la gente solía mirar al cielo para ver a sirio, la estrella que anunciaba la crecida del río Nilo, o si para un turista es un motivo fotográfico para nutrir su álbum de recuerdos, para esta mujer wayuu las estrellas dicen algo más:
“Si hay muchas, quiere decir abundancia, estar juntos. Pero cuando solo hay unas cuantas, significa que las cosas no están bien”, comenta.
Sabe que si las estrellas brillan con toda la fuerza es porque Rosa y las demás víctimas de Portete están ahí. Sabe también que debe estar más unida a su madre biológica y a sus hermanos, como lo está con Telemina –otra de sus hermanas–, con quien comparte la pasión por la defensa de los Derechos Humanos. También valora, especialmente, la relación que tiene con su padre:
“Con todos me la llevo bien, pero con mi papá me ocurre algo especial. Él tiene mucho compromiso conmigo: me defiende, me protege. Él es un hombre muy humanitario que justo en este momento debe estar visitando a mi mamá. Además, es un gran chef y prepara unas sopas de gallina criolla con chivo, exquisitas”, apunta.
Algo sí le preocupa: que sus otros dos hijos, Tasharen y Antuan, vivan la soledad que le tocó vivir a Camilo por sus constantes viajes. Aunque el retorno traerá consigo la unidad de su familia, Débora siente que su compañero –como se refiere al padre de ‘Tashi’ y Antuan– se esté gozando solo los mejores momentos de sus hijos. “Creo que ellos entenderán que lo hago por mi familia, mi comunidad y mi país; sin embargo, cuando puedo me encierro con ellos todo un día”, aclara.
Gracias al compromiso del Estado y de la incansable lucha de esta mujer de 33 años, pronto veremos a las familias de Bahía Portete correr libres en el desierto como ella solía hacer en sus años de infancia, cuando hacía con sus hermanos muñecos de barro y ‘ollecitas’ o cuando se bañaban en los arroyos y jagüeyes, aun contra la voluntad de su madre.
“Nos escapábamos a un jagüey que había cerca, a pesar de que mi mamá nos decía que muchos años atrás hubo una mujer que se enamoraba de los hombres y que ese sitio tenía contacto con el mar. ‘¡Un día de estos sale un hombre del jagüey y se las lleva!’, nos decía”.
Débora ya ha hecho su parte en este proceso de reparación colectiva y retorno. Lo ha logrado con ayuda de Mareiwa, el dios wayuu, que a pesar de ser el único en su universo –sin la Santísima Trinidad nuestra– es inmaterial, lleno de amor, de pruebas y de milagros. Bien lo sabe ella, que nació como predestinada un 10 de diciembre, la misma fecha en la que el mundo celebra el día mundial de los Derechos Humanos.

jueves, 2 de mayo de 2013

Escribir historias de vida (Arte, paz y vida)


Arte, paz y vida

Dulvis Estrada vivía desde 1975 en el corregimiento La Mesa, a 20 minutos de Valledupar, con sus 14 hermanos, todos nacidos del amor que fulgió entre don Carlos Estrada y Digna Gámez. Sus días transcurrían entre labores del campo, pues la casa de esta familia tenía un solar con gallinas, cerdos y conejos; cultivos de yuca, maíz y frijol.
Por aquella época se dedicaba a vender ropa, comestibles, arroz, aceite, camisas, bolsos, y otros artículos que traía desde la capital del Cesar. Era una vida tranquila, sin ambages ni excentricidades. Pero la incursión paramilitar acabó con la paz y asesinó a tiros la vida.
El 4 de mayo de 1990 fue asesinado José, uno de sus hermanos. Según cuenta Dulvis, “a él lo mataron en un negocio que teníamos. Por aquella época, La Mesa era invivible. Se volvieron frecuentes las amenazas, los asesinatos y las desapariciones. Allá mandaba alias “Cucú”. Él decidía si la gente podía entrar o salir. Después de las 6 de la tarde no podía haber nadie por fuera”. La estirpe de los Estrada Gámez sobrevivió al dolor que produjo la ausencia de José. Así continuaron en La Mesa y Dulvis en sus actividades comunes.
Un día de 1993 el amor subió por las aguas del río Badillo hasta encontrarla: se enamoró de un obrero que trabajaba en las minas de iraca. De este furtivo romance nació Lizeth Andreina, su única hija, quien talló una nueva esperanza en la vida de la familia, sobre todo en la de doña Digna que aún no superaba la muerte de José. Pero como si Heráclito vigilara su amorío, no permitió que aquellos besos se bañaran dos veces en las aguas del mismo río. De aquel hombre ella no supo más. Solo quedaron sus ojos grabados en la mirada de Lizeth.
Una década después, en febrero de 2003, los paramilitares volvieron a atacar: desaparecieron y mataron a otro de sus hermanos. “A Leonardo lo desparecieron el 10 de febrero y lo encontramos muerto a los 18 días en Codazzi (Cesar). El mismo día que lo encontramos nos dijeron que teníamos 24 horas para abandonar La Mesa”, dice.
A las 10 de la mañana del 28 de febrero, los miembros de la familia Estrada Gámez huyeron hacia Valledupar a bordo de un camión Chevrolet 600 que venía de La Sierra; y se instalaron en la casa de los abuelos paternos, ubicada en el barrio Candelaria, al sur de la ciudad: “Nuestra llegada a Valledupar fue muy dura. Casi un año duramos sin salir a la calle por temor a que esa gente nos hiciera daño. Incluso una de mis hermanas que había estudiado estética, dejó de trabajar por el miedo que nos daba”, cuenta Dulvis.
Pasaron algunos meses, hasta que en agosto de ese año se atrevió a seguir su vida normalmente. Trabajó en Electricaribe, pero a los 6 meses renunció, pues un día de comisión por el barrio Nevada, unos hombres le dijeron que se fuera. Sin embargo, Dulvis no quiso quedarse como el camarón que se duerme y se lo lleva la corriente, según reza este refrán Cesariense, y con Lorena, una de sus hermanas reinició la venta de mercancía por las calles de Valledupar.
Así pasaron los días y los meses, hasta que conoció a don Sixto, un vallenato puro que le enseñó a fabricar artesanías. Ella comenzó a reciclar pedazos de madera y tablas de camas viejas, que luego pulía y calaba con herramientas que él le prestaba. Poco a poco aprendió a tallar y a pulir, hasta volverse experta en el arte de las manualidades y a fabricar llaveros, colgadores, portarretratos, entre otras tantas artesanías, en su casa de Valledupar, junto a otras mujeres, hombres y jóvenes víctimas del conflicto armado.
-No es un proceso fácil- dice. Sin embargo, esto le ha permitido combinar el arte con la paz y la vida, pues cada parte del proceso tiene su encanto: después de comprar retales en los aserraderos, se dispone a calar, pulir, cepillar y tallar sus artesanías. Prepara la pintura, ojalá roja, su color favorito, y el esmalte. Entonces, empieza a construir pequeños universos de madera cuyo proceso termina cuando graba con el lápiz eléctrico nombres sobre estas piezas artesanales y las cubre con plástico adherente. No cabe duda que Dulvis es como las palmeras del litoral que enfrentan las tormentas y no se quiebran.
Con esta labor artesanal ella volvió a consentir la idea de vivir. Fue alternándola con la actividad social: se vinculó a las mesas transicionales de víctimas y fundó en 2007 la Asociación Paz y Vida, que con ayuda del SENA capacita a personas en diferentes oficios como panadería, artesanías, peluquería, etc.: “Le pusimos así porque era como reivindicar un sentimiento. Cuando uno siente paz, tiene vida, y uno aprende a recordar sin dolor”, dice.
Con el tiempo pudo exhibir y vender sus productos de manera informal en esquinas, estantes improvisados y ferias. “Abril es para nosotros la mejor época pues es cuando se realiza el festival vallenato y vienen muchos turistas”, dice la mujer que ha sabido replicar en pequeña escala, cajas, guacharacas, pilones y otros instrumentos propios de la cultura musical del Cesar.
El panorama para Dulvis ha mejorado: con un nombre simple y muy expresivo, “Artesanías vallenatas”, el negocio familiar del que también participan mujeres y hombres vulnerables, va creciendo. “Al día hacemos más o menos 30 artesanías pequeñas y unas 15 de las grandes. Me da mucha alegría que mi hija Lizeth también me ayuda”, cuenta con orgullo Dulvis.
Lizeth tiene 20 años, y cursa séptimo semestre de sociología en la Universidad Popular de Valledupar. Gracias al buen desempeño académico le ha hecho más liviana la carga económica de los estudios, pues solo paga 200 mil pesos por semestre. Como su madre, también canta y participa activamente de las actividades culturales de Valledupar.
A comienzos de 2013, aconsejada por el personero de Valledupar que conocía su trabajo social en Paz y Vida, Dulvis decidió hacer la declaración y salió incluida en el Registro Único de Víctimas. Pronto recibirá su indemnización, con lo cual mejorará el negocio y abrirá más mercados.
Hoy, con 56 años sueña que a su departamento llegue la paz; mientras tanto, se prepara para un próximo día de trabajo artesanal que consiste en convertir retales, palos de escobas y otros desperdicios de madera, sucios y polvorientos, en hermosas artesanías.
A la hora de pulir y hacer los últimos retoques, Dulvis deja correr su voz como los arroyuelos de su natal San Juan en La Guajira y canta estribillos de Río Badillo, la canción del compositor vallenato Octavio Mesa, que han hecho célebre, Claudia de Colombia y los hermanos Zuleta, entre otros: “Oye el cantar de los campesinos, mira el turpial haciendo su nido. Mira aquella mariposa como juguetea a la orilla del rio, pero muéstrame una cosa que sea más hermosa que el cariño mío”.

martes, 30 de abril de 2013

Escribir historias de vida




En Barranquilla, una mujer hizo de la bisutería una forma de vivir


Rocío Maribel Castillo, oriunda de Aracataca, es alegre, tierna y echada pa’lante. Cuatro décadas adornan su piel y cuando sonríe se alegra la costa Atlántica y reviven las mariposas de Macondo. Su imaginación se pasea por semillas de tagua, bombón, totumo, asaí, camajuro, coco y caracoles, para crear collares, aretes y otros adornos propios del arte de la bisutería. Su vida, como la de muchas mujeres en Colombia, la ha dedicado a la fantasía elaborada con hilos de colores, cueros y cadenas niqueladas.
Todos los días, a las cinco de la mañana, la alborada despierta su imaginación y sus manos comienzan a traducir sus ideas a obras de arte, que le hacen olvidar, al menos por instantes, la desaparición de su esposo, quien hizo parte de ese cruel tributo que exigió la guerra ilegal el 14 de marzo del 2003 en Retén (Magdalena), cuando él y dos personas fueron interceptadas por hombres al mando de alias ‘Maycol’ y de alias ‘Tijeras’, pertenecientes al bloque paramilitar que dirigía “Jorge 40”, que, sin mediar palabras, los desaparecieron.
Aquí comenzó su angustia, que se incrementó días después, cuando en diferentes sitios aparecieron muertos los dos hombres que acompañaban a su marido, sin que hubiera rastro de su esposo. “¿Estará vivo?”, se preguntaba con insistencia Rocío hasta el día en que alias “Maycol” confesó que lo había asesinado. “El abogado de Justicia y Paz me dijo que fuera a la cárcel donde estaba recluido el paramilitar, pues él me diría el paradero del cadáver de mi esposo… a mí me dio miedo ir”, cuenta Rocío.
Con sus tres hijos, Freider, Maicol y Yeryuri Paola, se fue a Barranquilla huyéndole al miedo que reinaba en Aracataca. Tomó una casa en arriendo en el barrio Rosario, un sector moderado de la capital del Atlántico. Allí se ganó la vida con la venta de minutos y con el servicio de fotocopiadora. El 2004 fue para ella y su familia un año opaco: con dos yines y dos blusas caminaba por la Arenosa sin rumbo fijo.
Sin embargo, con ayuda del USAID compró una vitrina y la llenó con diferentes productos; empezó a recuperar la vitalidad que caracteriza su raza negra y declaró la desaparición del esposo. Rocío volvió a sonreír y su belleza, igual de mágica a la Remedios de Gabriel García Márquez, resplandeció.

Con algunos ahorros le pagó a su hija menor un curso de bisutería, con el que la joven se hizo experta en la fabricación de collares, llaveros, anillos y otras artesanías. “Yeryuri siempre me regalaba una de sus creaciones, pero poco me duraban pues la primera amiga que encontraba se antojaba de ellas. De aquí nació la idea de dedicarme a esto; inicié los cursos y le metí la ficha”, afirma. En poco tiempo, se volvió tan experta como Yeryuri.
Ahora, con una sonrisa más alegre, ingresó a un programa de Pastoral Social, en el que aprendió más técnicas; también dictó clases a otras mujeres con las que compartía historias similares, ya fuera por el conflicto o por las inclemencias de la pobreza. “Lo hice con amor. Vi en este trabajo una manera de vivir y de ayudar a que otras mujeres aprendieran y sacaran sus hogares adelante”, dice Rocío, quien luego montó negocio propio en la sala de la casa al que bautizó: Artesanías de Rochi. Desde allí, esta mujer, nacida en el gran Macondo, empezó a crear nuevas historias y más coloridas que las del 2003.
La vida quiso golpearla otra vez, pero no pudo. Rocío venció en el 2010 un cáncer de útero, enfermedad que aquel año le trajo muchas dificultades económicas. No obstante, en el 2011, llegaron nuevas alegrías, pues recibió 11 millones como parte de la reparación administrativa a la que tiene derecho. Con este dinero pudo pagar el arriendo atrasado y comprar material para seguir fabricando los productos que le han devuelto la vida en los últimos cuatro años.
Hoy, madre e hija fabrican alrededor de 36 artesanías diarias, que Rocío empaca en el bolso y sale a vender. No es raro ver a las mujeres de la Unidad para las Víctimas en Barranquilla lucir anillos en totumo, collares en cuero resinado, cadenas niqueladas con hermosas piedras de tonga o flores de palma de iraca en el centro del pecho hechos por ella.
De sus ganancias aún guarda una parte del dinero con el sueño de poder hacerse a un plan de vivienda en Barranquilla, también mejorar el negocio, y darles a sus hijos, como lo sugirió Gabo al recibir el premio Nobel en 1982: “Por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra”.

Escribir historias de vida


Nocaut al dolor

Para Jovanys Mena, la reparación económica no lo es todo: “La plata puede acabarse. Es muy bueno que podamos por medio de la Unidad para las Víctimas recuperar a los jóvenes”.
Uno creería que las historias de boxeadores están en los cuadriláteros, como la de los ciclistas en el lomo de su bicicleta, pero la del púgil Jovanys Mena Mosquera transcurre todos los días a lo largo y ancho del golfo de Urabá, entre bananeras, polvaredas, huidas y esperanzas.

Este exponente del deporte de las ‘narices chatas’, que en la piel lleva la impronta de la raza chocoana y en su voz, ese altanero y cariñoso acento antioqueño, nació en Istmina, municipio del sur de Chocó, a 75 kilómetros de Quibdó, pero fue registrado en Turbo (Antioquia), donde el mar Pacífico tiene su parque de arena y rocas. Parte de la infancia la vivió en la zona rural de este municipio, donde su padre, Froilán Mena, era capataz de la finca La Manada, y su madre, doña Mirna Mosquera, hacía los cuidados de la casa hasta que a finales de 1987 el conflicto armado en esta región, que curtió todos los caminos, empujó a sus padres, a sus nueve hermanos y a él a un largo exilio.
Casi errantes, pero orientados por la esperanza de salir adelante, la familia Mena Mosquera regresó a su lugar de origen, motivada por las convicciones religiosas de sus padres, influenciados fuertemente por la fe evangélica; aunque cuatro años después, trastearon sus ilusiones a Carepa (Antioquia), pese a las inestables condiciones de orden público, pero animados por la prometedora economía de Urabá que es tan poderosa como el acechante fenómeno de la violencia. En esos tiempos –más aciagos que los actuales– su padre siempre se despedía para ir a trabajar como si fuera el último adiós.
Él y sus hermanos siguieron estudiando en escuelas rurales, aunque cada trayecto de ida y vuelta era siempre incierto. “Uno salía del colegio rogando a Dios llegar sano y salvo a la casa. En ese entonces opté por meterme al deporte. Y ahí vi una solución mucho más llevadera para mantenerme, disculpe la expresión, dopado de la realidad que se vivía”.
Inspirado en Mike Tayson y en boxeadores colombianos como Miguel “el Happy” Lora y Antonio Cervantes “Kid Pambelé”, inició la intrépida aventura del boxeo con el que ha podido vencer al dolor por más de 17 años, en el ring y fuera de él. “Ellos me inspiraron, sobre todo porque en ellos veía las ganas de salir adelante para poder sacar a mi familia de esta región”, cuenta Jovanys al tiempo que recuerda sus primeros entrenamientos: “En esa época que era deportista –dice– me levantaba a las cuatro de la mañana a entrenar por las fincas, por las carreteras, y muchas veces me caía, y cuando iba a mirar me había tropezado con un cadáver”, dice. Por fortuna fue becado gracias a la intervención del rector de la escuela. Se trasladó a Apartadó, donde hizo del Internado Hogar del Campesino su casa.
Mientras tanto el conflicto cosechaba en toda la región. Pero, ¿qué pueden hacer las personas cuando esto se vuelve cotidiano? ¿huir? ¿quedarse? Los Mena Mosquera prefirieron la segunda opción, que debió ser la primera y la única. Gracias a un préstamo compraron casa en el corregimiento Zungo Embarcadero de Carepa. “Otra vez en la escuela, nos tocaba ir desde Zungo, a las cuatro de la madrugada, y en diferentes ocasiones vimos cómo paraban los camiones y cómo los grupos al margen de la ley, con lista en mano, acribillaban a las personas”.
Hasta ese momento, la familia Mena Mosquera vivía una situación similar a la de otras familias que padecían indirectamente el conflicto. Pero esto cambió cuando José Luis, el hermano mayor, ingresó al Ejército. “Desde ahí empezó la catástrofe en mi familia. Yo ya no pude volver a visitar a mis padres en la vereda, porque supuestamente mi hermano había ido a prestar servicio militar”.
Cuando el hijo mayor de esta estirpe chocoana terminó su tránsito por las armas, al parecer la normalidad retornó: “Él se vino a Apartadó y mis padres alquilaron casa en Carepa”. Incluso, cuenta Jovanys, que él boxeó con José Luis en algunas ocasiones en las que demostró que también tenía talento para defenderse en las cuerdas. Su relación fraternal había superado la elemental asociación genealógica y filial: eran amigos. “Me gustaba salir con él a muchos lugares, pues me sentía protegido porque él era de una contextura robusta, inspiraba respeto, pero también una profunda ternura”.
Por esos años, Jovanys seguía derribando competidores. Ya había sido campeón nacional cinco veces y, antes de enfrentarse al peor de sus rivales, era considerado el mejor deportista en la región de Urabá. Gracias a su dedicación integró la selección de Antioquia y luego, la selección Nacional. El boxeo lo formó y, como él mismo dice, lo hizo mejor persona; tanto así que atribuye a este deporte el poder de un bálsamo que cura el alma, razón que también responde el por qué en la región de Urabá los muchachos son buenos en esa disciplina deportiva. “Teníamos mucha rabia por dentro y teníamos que golpear algo. Y qué más sano que ir a golpear un saco, entrenar, prepararse, porque además de la parte deportiva está la parte de respeto al prójimo, el respeto a las decisiones y a las reglas”.
Pero el sábado 12 de agosto de 1995, un gancho letal y despiadado subió desde el infierno y lo derribó: los que llamaban “traidor” a José Luis fueron a matarlo y a sentenciar a toda esta familia para que se fuera de Urabá. La muerte de su hermano lo tiró a la esquina del peor cuadrilátero de su vida: el de la impotencia y el dolor. Ahí estaba él, solo sostenido por las cuerdas o mejor de los lazos de amor fraternal hacia José Luis; el mismo con quien, siendo niños, esperaban a que todos en la mesa terminaran y a que su madre guardara la comida de la cena para ir a saquearla toda, aun a riesgo de que al enterarse, el castigo de doña Mirna no se hiciera esperar.
Esa noche no hubo árbitro, jueces, ni campanas. Solo la muerte golpeando duro y dejando preguntas: ¿Por qué aquello que debe causar felicidad termina dejándonos tristes? Ese mismo sábado, Jovanys llegaba de Cartagena con el título de campeón nacional de boxeo en la categoría juvenil: “Me duché y me fui a dar vueltas con unos compañeros en el parque. Salí como a las seis y media de la tarde del hogar, cuando me dijeron que a mi hermano lo habían matado”.
Esa misma noche, en que el cielo estiró sobre Apartadó su manto fúnebre, enterraron a José Luis y huyeron nuevamente hacia el Chocó, sin que Jovanys pudiera ver el rostro por última vez de su gigante hermano, de su cómplice de travesuras, de su amigo. Sola quedó también la casa en Carepa, porque Jovanys, a pesar de que decidió quedarse, siguió pernoctando en el Hogar juvenil Campesino. “Yo me quedé aquí. Claro que por resultados deportivos me mandaron para Medellín. Hice cursos de locución, expresión oral positiva y fui maestro de ceremonia hasta que pude estudiar Técnica en Comunicación Social, en la Academia de Expresión La Palabra. Después complementé con la parte deportiva: estuve en dos selecciones preolímpicas y empecé a visitar otras culturas”, comenta.
A pesar de perder a José Luis, el round más duro en el combate de su vida, la campana nunca anunció su fatídico final. No pudo la muerte llegar a diez en su conteo, cuando Jovanys se levantó, y con más ímpetu continuó en el boxeo hasta cumplir 17 años, noqueando rivales, soportando golpes y raspaduras, sin perder nunca un sueño: regresar a Urabá y aportar sus conocimientos e ideas para salvar a los jóvenes de la región. “A los jóvenes nos tocaba elegir entre el camino del rencor y el de la esperanza; muchos se metieron al canto, otros al deporte como yo”.
Motivado por esto se subió a un ring por última vez, en junio de 2002, en la ciudad de Pasto; luego se dedicó a entrenar jóvenes en Envigado. No obstante, algo faltaba. Pensó que la solución estaba en hacer eventos deportivos en Apartadó; entonces llevó a grandes boxeadores de Estados Unidos, sin completar sus expectativas. “Hacía lo que hace cualquier empresario, pero no llegaba a la población objetivo, en la que estaban los niños, que por situaciones de desplazamiento y pobreza no podían acceder a esos sitios”.
Se bajó del cuadrilátero para iniciar una bonita historia. Empezó a trabajar en programas sociales para brindar orientación a los jóvenes y ayudar a evitar que cayeran en el abandono. Para estos fines buscó apoyo del Estado y del sector privado. De un momento a otro, el excampeón suramericano y nacional de boxeo decidió dedicar sus días a salvar jóvenes de las fauces del conflicto.
En este contexto nació Recreando Urabá, una fundación que contribuye a que los jóvenes encuentren mejores opciones de vida. Allí, Jovanys Mena lidera actividades sociales y deportivas en los 14 municipios que conforman el Urabá antioqueño. “A mí me motivaron muchas cosas, pero en especial el poder superar las secuelas irreparables que dejó la violencia aquí en la región, sobre todo a los niños y a los jóvenes que tuvieron que criarse sin el papá o sin los hermanos”. Mientras nos cuenta la historia de la fundación, tararea el himno:
Emoción, más educación, con motivación:
Más que una fundación, es por mi región,
Oye esta canción, con recreación,
Más que una fundación.
En Recreando Urabá se recuperan espacios de tejido social. Actualmente, trabaja con seis líneas de atención, de acuerdo con las necesidades de la comunidad: deporte, recreación, cultura, medio ambiente, salud y belleza. Allí llegan niños y jóvenes que pueden divertirse, y, lo mejor, también se integran los padres. “Queremos que Recreando Urabá sea en el 2020 una de las fundaciones que más aporte a la reconstrucción del tejido social en la que los jóvenes le digan NO a la violencia”, asegura Jovanys que sigue tarareando la canción:
Vamos recreando Urabá,
Muchachos ven acá,
Ven a participar:
¡LUCHEMOS POR LA PAZ!
Como todo tiene una motivación en la vida, la de este joven de 36 años es una especie de recompensa por lo que una vez hicieron con él, pues considera que si no hubiese sido por el deporte tal vez no estaría contando esta historia, y su nombre solo aparecería en los millones de epitafios que ha dejado el conflicto en Colombia. “De alguna manera estoy contribuyendo a eso que a mí me salvó en épocas pasadas”, afirma.
Poco a poco el grupo fue creciendo, y gracias a la aceptación, empezaron a conquistar otros lugares. Con una estrategia clara de no pelear con la delincuencia y, en cambio, aportar a la paz, la Fundación Recreando Urabá se dedica a entregar un mensaje de esperanza que ha tenido el apoyo de pastorales, psicólogos, profesionales de diferentes áreas y la fuerza pública.
Pa’ que la maldad se corte,
Mi reporte, y es que no soy un resorte,
Y esto es fuerte, y con música y deporte como mente,
Esto disminuye muertes…
Un evento le cuesta a la Fundación alrededor de cinco millones, dinero que Jovanys consigue a toda costa visitando el comercio entero. “Estas actividades sociales sí me satisfacen porque estoy haciendo lo que quise hacer siempre, y sé que con el apoyo del Estado podremos hacer mucho más”. En la actualidad, Recreando Urabá realiza jornadas hasta con 60 odontólogos y con un mínimo de 200 personas, entre artistas y profesionales de distintas áreas. Sus actividades se han realizado cada quince días, pero la meta es poder hacerlo cada ocho días.
Con el pueblo,
En pro del desarrollo,
Con tu apoyo, los chicos salen del boyo,
No me atollo. En esto me desenrollo…
Hoy, con 36 años, Jovanys ve realizado parte de su sueño. A diferencia de otros tiempos, ahora en la región de Urabá se está viviendo un panorama de tranquilidad: los niños salen sin tanto temor y los habitantes anhelan que continúe así para que los vientos que golpean las casas solo sean aquellos provenientes del mar Pacífico.
Ya verá, ríe la comunidad de Urabá para conocerla más,
Conexión, vida y recreación,
La función: levantar esta región.
Pico y placa: ahora que esto se destaca,
Y sin plata cada loro en su estaca…
A veces Jovanys deja de lado este arduo trabajo, entonces prende su portátil y se dedica a jugar Solitario o se va a una cancha a jugar baloncesto. Sueña con tener un hijo y un buen hogar. “Quiero tener una vejez tranquila y que la Fundación esté en otros departamentos; que sea la comunidad la dueña de estos espacios, que cada habitante se adueñe de ella”.
Con razón se creó esta Fundación,
Con eventos, el pueblo está muy contento,
Restricción: no se permite licor,
Con salud llevando a la juventud que con Jesús Urabá tiene su luz…
Después de su carrera en el boxeo, después de acariciar los triunfos, después de huir, de volver, de soñar y llorar con la misma fuerza, Jovanys sigue su paso, se encuentra con un amigo por las empolvadas calles de Nueva Colonia (corregimiento de Turbo), lo abraza: es un abrazo sincero. Tomamos el microbús que nos llevará otra vez a Apartadó. Ahora él en el costado derecho del carro y yo, viéndolo de reojo. Sonríe. A pesar de que en el ring soportó muchos golpes, el boxeo lo salvó de otros que lo estaban matando.

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Mujeres, se puede!


Aunque no ha recibido su reparación, Angélica Bello le apuesta a la participación de las víctimas y trabaja por los derechos de las mujeres.
La hija de María del Carmen Agudelo y de Luis Eduardo Bello nunca pensó que dedicaría su juventud y buena parte de la vida a la defensa de los derechos humanos. Con 45 años, tres hermosas hijas y un hijo varón a quien define como “el hombre de su vida”, Angélica Bello Agudelo ha sido creadora de experiencias loables, donde la vida y la muerte han caminado por la misma acera, y cuyas sombras, a veces toman el color dorado del mar en las tardes, y a veces, de las oscuras soledades que suelen acompañarla en Bogotá.

Su vida está inspirada en la defensa de los derechos, sobre todo de aquellas mujeres abusadas sexualmente y que han sufrido acceso carnal violento, como ella misma lo vivió en la capital del país un día del año 2009, que no merece ser mencionado, para no volverlo una efeméride humillante.

El drama de esta mujer inició hacia 1999 en el Casanare, cuando los paramilitares arrebataron a sus dos hijas, de apenas 12 y 15 años. Pero, no pasaron más de 20 días para recuperarlas, y quedar desde entonces, en la lista negra de estos grupos armados. Angélica huyó a Villavicencio de donde también debió salir por cuenta de las crecientes amenazas. Desde entonces viene librando una batalla sin cuartel contra el reclutamiento de menores, junto a la defensa de las mujeres víctimas, que en Colombia, según ella, ascienden al sesenta por ciento. En su lucha, ha sido clave el apoyo de la Defensoría encargada de asuntos para la mujer, la niñez y la adolescencia.
La Fundación Nacional Defensora de los Derechos Humanos de Mujer (FUNDHEFEM), organización que ella inició en 2006, protege los derechos de las mujeres víctimas, no solo en el marco del conflicto armado, sino por otras intolerancias. En la actualidad, trabaja con más de 350 mujeres. Sus ojos se deshielan cuando recuerda los casos de niños que han nacido víctimas de violaciones, cuyas madres suelen ver en ellos a sus victimarios, pero no pierde la Fe de que el Gobierno diseñe y ejecute mecanismos para la reconstrucción de estas vidas y de este modo, evite que vuelvan a ocurrir casos de mujeres que llegan a sentir odio por sus hijos.

Sueña con que más mujeres víctimas del maltrato sean tenidas en cuenta y puedan rehacer sus proyectos. Sonríe y narra la noche en que fue de rumba acompañada de varias mujeres víctimas, no propiamente por el conflicto, sino por ataque con ácido o violentada en el seno familiar, entre tantos otros daños. –“Un día pensé que debíamos olvidarnos de todo. Entonces les propuse a las chicas irnos de rumba. Cuando entramos en la taberna, nos miraron como bichos raros, el hombre del mostrador no nos quería vender. Me le acerqué y le dije que le íbamos a pagar…” Esa noche terminaron bailando hasta en las mesas, en la pista y en el tubo.

El camino no ha sido fácil. Pero, recientemente, vivió una de sus más grandes experiencias. El destino la puso en el tercer Comité Ejecutivo creado por la Ley 1448 (Ley de Víctimas y Restitución de Tierras) que se llevó a cabo el miércoles, 9 de enero de 2013 en Casa de Nariño.
Su llegada tuvo dos razones que vale la pena destacar: primero, venía trabajando en procesos con víctimas del conflicto, con especial atención en enfoque diferencial. Ya había sido elegida el 16 de octubre de 2012 como delegada en la Mesa Nacional de Víctimas que se elegiría a finales de ese mes; pero al advertir que dentro de los hechos victimizantes estaba la categoría de violencia sexual, decidió postularse.Un papel con su nombre salió de la bolsa en aquel sorteo que bien recuerda, porque soñaba con el momento de hacer parte de un espacio de participación donde pudiera expresar sus ideas, sin miedo ni vergüenza.

La segunda razón fue motivada por la directora General de la Unidad para las Víctimas, Paula Gaviria Betancur, quien consideró que la presencia de dos víctimas en aquel Comité sería trascendental, sin que hasta el momento se decidiera que esas dos personas iban a ser, Débora Barros y Angélica Bello. Juntándose el destino y estas dos fuertes razones, llegó el miércoles, donde, como ningún otro día, Angélica cumplió un sueño: hacer historia. No consentía aún la idea de que una mujer, sobreviviente de la Unión Patriótica, estuviera interviniendo en una decisión histórica frente al Presidente de la República sin menosprecio de su pasado ni exclusión alguna.

Consciente de que la Ley tiene puntos que merecen todo el análisis, Angélica reconoce en este gobierno el coraje de aceptar que en Colombia sobreviven cerca de 5 millones de víctimas y que hay un conflicto interno. En este reconocimiento sobresale el hecho de que el Estado coloque todo su andamiaje para iniciar un proceso de reparación integral que durará más de una década.
Su llamado dentro del Comité fue claro: “Las víctimas necesitan atención sicosocial”. Valora el trabajo que realiza el Ministerio de Protección Social, al tiempo que propone ser cuidadosos
con el enfoque diferencial, en relación con la mujer afro, indígena, negra, raizal, Rrom, palanquera, campesina, rural y citadina. 
El Comité dejó para Angélica buenas cosas, pues el Primer Mandatario se comprometió con permanecer atento a sus ideas en todo el proceso y pidió que su participación fuera constante.

Otra virtud la acompaña: no mezcla su vida personal con el trabajo de lideresa. A pesar de las amenazas que reciben sus hijas, y los hechos dolorosos de un 25 de noviembre cuando una de ellas fue golpeada brutalmente en sur de Bogotá, no aboga por su protección, lo cual le ha costado tolerar constantes reclamos de familiares. Recuerda una frase que le dicen mucho: -“mamá, eres candil de la calle, oscuridad de la casa”.

Aunque abandonó sus estudios de derecho en 1989 por el ideario de la revolución, volvió a las aulas en el año 2000, estudiando Administración Pública. En aquella ocasión no la detuvo el viento que arrastraba su corazón hacia el monte, sino la falta de recursos. Sin embargo, con el coraje que heredó de su madre, una valluna, que como ella misma dice, “tiene barriga paisa” siguió adelante con la confección, arte que disfruta desde la niñez, pero que también fue truncado por persecuciones y amenazas. “Lo de confección ha sido siempre mi trabajo de pronto porque mi mamá era modista, y siempre me gustó fregar con la ropa, con los pantalones, meterles parches. Entonces siempre fue como algo que lo hice como por Hobby. Y gracias a Dios es lo que me ha dado para sostener a mi familia. Hasta mi hijo sabe cocer”, sostiene.

Después de bordar con llanto parte de su pasado, Angélica nos cuenta sus sueños. Con cierto escepticismo, aún cree que la paz llegará y cesarán los atropellos. – Aspiro a que dentro de este proceso que se da, y con los pilotajes que hemos tenido, formemos mujeres que asuman este liderazgo. Quiero ser para esas mujeres como quien organiza una marcha para exigir derechos. Y tiempla la voz para decir: “¡Mujeres, se puede; con miedo, pero se puede!”.

Quizás piensa esto, porque anhela el día en que deje a un lado –no del todo- el diario vivir de la lucha, para dedicarse a escribir en algunas páginas el anecdotario de su vida, donde cuente cómo entregó la juventud y hasta sus sentimientos por una causa justa. Quiere que, de su aventura sean cómplices, una finca pequeña y el mar. –Sueño con escribir mi libro, en una casita pequeña, y que cada ocho días vengan a visitarme mis nietos.

Angélica es una mujer con criterio que no calla ante nadie sus pensamientos, pero que reconoce la labor del gobierno en el marco de esta reparación a las víctimas. Cuando cuestiona, también propone. Por ejemplo, considera oportuno que paralelamente a la atención sicosocial, el Estado articule acciones con todas las instituciones para que las víctimas gocen plenamente sus derechos. En ese sentido, propone que a las mujeres víctimas del conflicto se les permita alcanzar formación profesional y empleos dignos.

Cabe resaltar que la vida de Angélica está llena de curiosidades. En el esquema de seguridad, que forma parte de medidas cautelares otorgadas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos debido a su constante exposición a amenazas y atentados, hay dos hombres de origen costeño, también víctimas del conflicto, esposos de dos mujeres que integran Fundhefem, hecho que simboliza el amor que siente por su trabajo. “Sus gorilas”, como acostumbra llamarlos, representan para ella otra virtud de las víctimas; es decir, la fuerza con que asumen sus vidas. Son ejemplo de ganas de vivir que no solo esperan la ayuda humanitaria, sino que buscan los medios para salir adelante y construir con esfuerzo el siguiente día.

Pero no todo es trabajo en su vida. Esta llanera suele dedicar largas horas a la lectura. Pasa por Isabel Allende y vuelve al anecdotario de Pablo Coelho. De García Márquez solo comparte el reflejo de la costa en sus historias. Sus días transcurren entre la presión de los procesos, el miedo por las amenazas y la paz espiritual. Quizás por eso, hay días en que solo se levanta de la cama para ir al baño; regresa, enciende el televisor y se desconecta del mundo.

Su trabajo de liderazgo es honesto y comprometido, tanto así que cuando salieron las primeras cartillas sobre Ley de Víctimas, personalmente recorrió buena parte del país, entregando en personerías y defensorías el instrumento jurídico con el cual, Colombia empezaría a hacer historia. Asimismo, considera que el epicentro de todo es retomar el proyecto de vida que cada mujer tenía antes de ser víctima. –Esta es una Ley de retos- sostiene mientras toma el café.

Lo siguiente en la vida de Angélica Bello está por construirse. Un día la veremos frente al mar escribiendo su libro. Mientras tanto, continúa tomando su café y tarareando las canciones de Silvio Rodríguez.

miércoles, 20 de junio de 2012

Mi amigo Tango


martes, 20 de marzo de 2012

¡TANGO, TANGO!






miércoles, 7 de marzo de 2012

Escribirle a mi madre

¡Tus manos!

Mujer,

Déjame ver tus manos:
Son suaves como en abril, el aire.

Ellas adobaron la tierra que camino.
Sus hojas muchas veces mi campo, acariciaron.
Y en la desgracia, fueron un milagro, tus manos.

¡Ábrelas para que arda la plenitud del día!
¡Levántalas para que sienta rabia la bandera!
Porque ellas son una sola patria,
Son un país liberado.

Pero, ¡Mira cómo las quema el sol!
¡Cómo las tizna el horno!
¡Cómo las tuerce el patio!

Heridas por los años, he visto tus manos.
Y armadas de valor,
Ante las fieras que amenazan su rebaño.

También han sido alegres:
Se han desvestido tus manos,
Para fecundar la tierra,
Cuando el amor ha llegado.

Mujer,
Cuando el polvo las arrastre,
Y la quebrada se lleve entre sus curvas tus manos,
Dile a Dios que no olvide
Arrastrar las mías también,
Porque son hijas de tus manos.

Bogotá, marzo 7 de 2012